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El mayor peligro del hombre es el engaño propio, el agrado de la autosuficiencia, lo cual lo separa de Dios, la fuente de su poder. Nuestras tendencias naturales, a menos que sean corregidas por el Espíritu Santo de Dios, llevan dentro de ellas las semillas de la muerte moral. A no ser que tengamos una conexión vital con Dios, no podremos resistir los efectos no consagrados del amor propio, la complacencia propia y la tentación a pecar.
Para recibir la ayuda de Cristo, tenemos que darnos cuenta de nuestra necesidad. Debemos tener un conocimiento verdadero de nosotros mismos. Cristo puede salvar sólo a aquel que se reconoce como pecador. Únicamente al ver nuestra completa impotencia y al abandonar toda confianza en nosotros mismos podremos asirnos del poder divino.
No es solamente al comienzo de nuestra vida cristiana que hemos de renunciar al yo. A cada paso que demos hacia adelante debemos hacerlo de nuevo. Todas nuestras buenas obras dependen de un poder extraño a nosotros mismos; por lo tanto, es necesario que constantemente nuestro corazón busque a Dios, y que constante y fervientemente confesemos nuestros pecados y humillemos nuestra alma ante él. Nos rodean los peligros; y estaremos seguros únicamente si nos damos cuenta de nuestra debilidad y nos apoyamos con fe firme en nuestro poderoso Libertador.
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